Antes de que la inteligencia artificial irrumpiera en nuestro flujo de trabajo, programar era una mezcla de lógica, paciencia y perseverancia.
Cuando un problema aparecía y el código simplemente no funcionaba, comenzaba un ciclo de prueba y error que podía durar horas, días o incluso semanas. Nos quedábamos mirando la pantalla, probando hipótesis, revisando documentación, cambiando una y otra vez el enfoque. Y cuando la frustración llegaba a su punto más alto, sabíamos que era hora de levantarnos, caminar, tomar un café o simplemente desconectarnos un rato.
Ese espacio de “pausa” era parte del proceso. Y entonces, de repente, como si una bombilla se encendiera, llegaba la solución. Un cambio en una línea de código, una idea inesperada, una nueva forma de abordar el problema… y todo encajaba. Esa sensación de logro era única: el orgullo de haber vencido el reto por tus propios medios.
Hoy, la IA puede darte la respuesta en segundos. Es útil, sí, y acelera procesos, pero también borra parte de esa travesía. Ya no pasamos por esas largas horas de análisis, de dudas y de pequeñas victorias que nos formaban como desarrolladores.
No se trata de rechazar la tecnología, sino de recordar que, a veces, el valor está en el camino y no solo en la meta. Ojalá muchos programadores puedan experimentar ese momento mágico de encontrar la solución por sí mismos, porque es ahí donde nace gran parte del amor por programar.
Y claro, siempre quedará esa satisfacción de decirle al código:
”¡Ah, viste! Al final eras tú el problema, no yo.”